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Un hijo como moneda de cambio

El rumbo de nuestras vidas se resume en dos preguntas que, si bien sabes la respuesta, te llevarán a disfrutar de las decisiones que tomes en tu día a día.
Por: Lizbeth Reyes

Me encontraba disfrutando tranquilamente de mi taza de café matutino y leyendo un artículo cuando de pronto me distrajeron algunos gritos que intentaban ser gentiles entre los vecinos de la mesa de al lado. No me gusta meterme en las conversaciones ajenas pero en esta ocasión no pude evitar que esos regaños y “negociaciones” maquiavélicas de la chica hacia su pareja me distrajeran de mi lectura –sí, confieso que desde que soy mediadora las emociones en una mesa de negociación no me pasan desapercibidas-. Decidí mirar discretamente los rostros que reflejaban las emociones de la pareja y de su pequeño. En ese momento tuve la sensación de que el resultado de la disputa iba a satisfacer únicamente las peticiones de ella. No fue sino hasta más tarde que caí en cuenta de que lamentablemente mi apreciación era correcta y pensé que a ellos no les vendría nada mal buscarse a un buen mediador que los guíe para que ambos logren darse cuenta de sus intereses y necesidades individuales y así lleguen a acuerdos realistas en beneficio de ambos y su pequeño no sea usado como moneda de cambio.

Me detuve a preguntarme si los protagonistas de esta historia, y en general la sociedad, pensamos que cada uno de nosotros somos entes individuales, distintos los unos de los otros, con necesidades e intereses que están intrínsecamente ligados a la prerrogativa de “quién soy y qué espero de mi”.

A simple vista parece ser una pregunta con una respuesta fácil, pero si nos detenemos a pensarlo, pareciera que hoy en día, en nuestra sociedad nos hemos dejado de hacer esa pregunta hace mucho tiempo. Tal vez resulta más fácil actuar conforme a como los demás quieren que actuemos en lugar de tener que tomar decisiones sobre nosotros mismos que nos lleven a satisfacer nuestras verdaderas necesidades; al menos en la situación de mis vecinos de mesa parecía ser así.

El libro del escritor alemán Michael Ende, titulado Momo, es un buen ejemplo para retratar esta situación. Momo, una niña con el don de saber escuchar, intenta rescatar a sus amigos de los hombres grises quienes los engañan haciéndoles creer que al dejar de vivir su propia vida podrán ahorrar su tiempo depositándolo en un “Banco del Tiempo” para que de esta manera obtengan grandes intereses, así como bienes y fama en un futuro. Al hacerlo así los amigos de Momo empiezan a obtener reconocimiento, lujos, y dinero, a cambio de ser cada vez más infelices.

Desde la Grecia antigua existieron importantes filósofos como Pitágoras, Sócrates, Aspasia, Platón, Aristóteles -por nombrar algunos- que diariamente ejercitaban la mente al hacerse esta y otras muchas preguntas, pero en nuestros días los debates sobre el “qué espero de mi”, se recuerdan infantiles, lejanos, sintiéndose cada vez más como un murmullo, casi mudo, casi inexistente. ¿Será acaso que nuestra evolución humana nos ha hecho creer que el simple hecho de cuestionarlo es una pérdida de tiempo? ¿o es acaso que hemos sido muy bien educados, tanto, que hemos dejado de hacerlo? Será entonces que nuestra realidad actual tiene una mínima relación con el mito de la caverna de Platón en el que algunos seres se encuentran dentro y están amarrados de piernas y cuello pudiendo mirar únicamente las sombras que se reflejan en la parte de pared que les toca ver, pensando que esa es la única realidad. Si esto fuera así, ¿qué sucedería si alguien nos dice que afuera de esa caverna hay luz y un campo verde maravilloso lleno de grandes oportunidades y que sólo necesitamos recordar quiénes somos y qué esperamos de nosotros mismos, para lograr romper esas cuerdas y salir a vivir?

Será necesario saber en qué momento nos volveremos a cuestionar sobre “quién soy y qué espero de mi”, es decir, sobre intereses y necesidades individuales, para que logremos vivir siendo nosotros mismos y negociemos acuerdos que satisfagan de manera real nuestras necesidades y no sólo las necesidades de “los otros”.

¡A mis vecinos de mesa sí que les vendría bien hacerlo ahora!

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